Trabajaba también en una editorial de música seleccionando y promoviendo canciones.

Era lunes por la mañana.

-¡Manzanero, le llaman!

-¿Bueno?

-¿Armando?…

-¡Sí! ¡Laurita! ¿No me diga que ya está levantada?

-Por supuesto, todas las mañanas soy ama de casa. Por las noches me disfrazo de cantante, me subo a la calabaza con ruedas y es así como divido cada día que vivo.

-¡Me da mucho gusto escucharla. Dígame que quiere venir a conocer alguna de las canciones que promuevo!

-Nada de eso, mi hijo, quiero invitarlo a comer unos ostiones que me mandaron de Sinaloa. Me acordé que a ti te gustan mucho, yo los cocino en escabeche, ¡te van a encantar!

-Pero hoy es lunes!-

¿Y a poco los lunes no comes? Nada… te espero a las dos de la tarde.

Durante mucho tiempo le había dado el «aventón» hasta su casa a mi bella vocalista. Llegaba a la puerta de un edificio muy reluciente ubicado en una colonia exclusiva y la acompañaba hasta la puerta. Sólo hasta ahí. Entonces, un señor vestido a manera de un general de brigada, abría una pesada puerta de cristal y decía:

-¡Adelante, señora, buenas noches ! Yo regresaba a mi «vocho», lo ponía en marcha y -como dicen en mi tierra- «san se acabó», eso era todo.

Pero en esta ocasión especial no fue así. En esta ocasión el señor de la puerta la abrió para dejarme pasar a mí:

-¡Pase usted, la señora lo está esperando! Déjeme las llaves de su coche, el portero se lo estacionará.

Me abrió la puerta una muchacha morena, esbelta y bien vestida. Mientras me invitaba a pasar, escuché a mi anfitriona desde su habitación:

-¡Pasa a sentarte, en seguida salgo!

Y la muchacha a su vez:

-¿Gusta usted tomar algo?

-¡Agua, por favor!

-Se llama Anita y también es de Sinaloa, -me dijo desde lejos.

Me senté a esperarla y mientras salía, escudriñé de arriba a abajo el sitio donde vivía. Me quedé boquiabierto. Rebosaba de buen gusto por cada rincón, lo que me hacía recordar esas hermosas películas de Doris Day y Rock Hudson, ídolos del cine hollywoodense de esos años tan lejos del SIDA y tantas cosas más. Las alfombras eran moradas y toda la estancia, techo, paredes muebles, cortinas y lámparas tenían, en diferente tono y manera, reminiscencias lilas y blancas. La mesa del comedor era para seis personas y había cubiertos y mantelillos solamente para dos.

Cuando salió de la recámara, conocí una tercera versión de mi bella cantante. Ni el vestido escotado y reluciente de la noche ni los pantalones de lana y el gorro para irse a descansar. Esta vez, a mediodía de un día cualquiera, una falda plegada a cuadros, una blusa blanca de mangas largas y cuello levantado y unos zapatos bajos, «de piso» de antílope. Otra manera de seguir increíblemente bella e igual de sonriente y dulce:

-Me ganaste, eres muy puntual.

-Perdón, señora, pero no quise llegar tarde. Más vale llegar antes que…

-Está bien, yo te conozco puntual. ¿Gustas tomar algo?

-¿Sabe?, yo…

-Sí, ya sé… tú lo que quieres es comer.

-¿Cómo adivinó?

-Porque los yucatecos comen temprano.

-¿Y cómo sabe?

-Mejor no preguntes. Anita, trae la sopa.

-¿y los ostiones?

-Esos vendrán después.

Cuando nos sentamos a la mesa, me di cuenta de que estaba llena de cubiertos que ni siquiera conocía. Cucharas de varios tipos y medidas, tenedores, cuchillos, copas grandes, chicas, altas, platos grandes, hondos, chicos, planos y servilletas de tema arrolladas y sujetas con una especie de anillo de cristal.

Cuando Anita sirvió la sopa en el plato hondo y grande, yo no supe qué hacer. «Yo te ayudo», me dijo ella, y entonces le quitó el anillo a la servilleta, la extendió suavemente y la colocó sobre mi regazo. Luego hizo lo mismo con la suya y, tomando la cuchara más grande, me dijo dulcemente:

-La cuchara es grande para que la sopa no se enfríe y la terminemos pronto.

Acabada la sopa, Anita retiró los platos vinieron los ostiones en escabeche, el platillo estrella motivo de la invitación.

-¿Tomas vino tinto o blanco?

-Señora, dicen que con mariscos el vino debe ser blanco.

-¡No creas nada de eso, son puras mentiras! ¿Qué quieres tomar, tinto o blanco?

-¡Si es así, tinto!

Sin ser conocedor de vinos, al primer sorbo sentí que ese tinto delicioso descendía de buena familia. Inmediatamente llegaron los ostiones. El aroma que los acompañaba despertaba cualquier apetito: aceite de olivo, ajo sin piedad, cebolla morada, hoja de laurel, todas las pimientas, clavo de olor, en fin, todo un éxito. Durante toda la comida, sin hacérmelo notar, me fue explicando, paso a paso, la razón y utilidad de cada instrumento culinario. Y como si fuera un curso intensivo de la vida, sin hacérselo notar, yo lo aprendí para no olvidarlo nunca. Cuando terminamos con el postre y el café, apareció el verdadero motivo de su invitación:

-Pasemos a la sala y hablemos de negocios.

-¿Qué negocio?, pregunté extrañado.

-Ahora te digo.

Ella se sentó frente a mí y cruzó las piernas. Jamás se las había visto. Siempre las llevaba cubiertas con su traje lardo de la noche o con los pantalones gruesos con que la llevaba a su casa. Esta vez no. Y sus piernas sin tela encima, fueron como una forma de verla desnuda. ¿Serían los ostiones? ¡Para nada! Era la admiración y el encanto que su presencia ejercía en mí, acrecentadas por su delicadeza y generosidad para conmigo. Luchaba para no ser tan obvio y finalmente, y en contra de mi voluntad, tuve que alejar mi vista de sus piernas cuando me dijo:

-¡Te conseguí un automóvil que creo que te va a gustar! ¡No es muy grande, es económico!

-¡¿Y cómo lo voy a pagar?! fue lo primero que se me ocurrió contestar.

-¡No te alarmes, vas a dar tu «vocho» y el saldo lo vas a pagar en cómodas mensualidades!

-¡Híjole -exclamé-, van a ser como mil!

Con toda paciencia y su eterna sonrisa procedió a tranquilizarme:

-Para que no te salgas de tu presupuesto, vas a pagarlo con un dinero que nada tiene que ver con lo que ganas ahora. De eso, no vas a tocar ni un centavo. Firmé un contrato de seis meses en «La Fuente»; haremos una actuación diaria después de terminar nuestro trabajo normal. Con ese nuevo sueldo, saldrá el pago de tu automóvil.

Yo nunca había adquirido un compromiso así. Me daba miedo. Así que seguí insistiendo:

-¿Y después de los seis meses?

-¡Ya saldrá otro lugar, hombre!

-¿Y el papeleo de la compra y todo lo que?…

-¡Ya está hecho!, ahora tu equipo de vida va a ser muy diferente al que tienes.

-¿Y cuál será ese?

-¡El que te mereces!

Me acompañó hasta la cochera pero en vez de mi «vocho» nos detuvimos frente a un automóvil de color verde claro reluciente.

-¡Es este!

-me dijo.

-¡Pero si este está nuevo -exclamé

.-¡Por supuesto, los cambios tienen que ser para mejor!

-¿Y mi «vocho»?

-Déjalo aquí, Miguel lo va a llevar a la agencia. Tú llévame por la noche los papeles y ahora a cumplir con tus compromisos.

-¿Y este?

-¡Pues te lo llevas, ya tienes coche nuevo, mi niño!

Miguel, el portero, sacó el coche hasta la calle. Casi ni me despedí del nerviosismo que traía, me subí y me sudaban tanto las manos, que tuve que secármelas antes de tomar el volante y echar a andar. No podía creerlo pero el olor a nuevo que me invadía, me gritaba que todo era cierto, que una bella mujer me había hecho parte y centro de un acontecimiento único e inesperado.

Llegué a mi casa aún entre nubes y, al estacionarlo en el lugar vacío del «difunto vocho», mi adorada suegra de entonces me recibió diciendo:

-¿Ladrón de donde agarró usted esta hermosura?

-¡Pues es lo que me merezco, doñita, ni más ni menos!

-¡Si usted lo dice!…No caí en la provocación.

En silencio me dije: «Cómo chingaos no! ¡Sólo que ahora tendré que cobrar más por tocar el piano!» Sin hacer ningún comentario me fui a dar una ducha y mientras el agua caía refrescando mi diminuto cuerpo, escuché la voz de ese pequeño yo, mi álter ego, mi conciencia, mi Pepe Grillo, ese que todos llevamos adentro y que frecuentemente nos habla para tranquilizarnos, para cuestionarnos, para darnos ánimo o regañarnos: «¡Ahora sí, cabrón, vas a tener que comer otra vez con Malena (mi esposa de entonces) o te va a romper la madre!».

Por la noche me fui a trabajar en un taxi. No me atreví a llevarme el coche nuevo. Seguía sin poder creerlo. Al salir del trabajo mi bienhechora me dijo:

-Ahora va a ser al revés, mi hijito.

-¿Y cómo es eso?

-le pregunté.

-Yo voy a dejarte a tu casa y después sigo a la mía.

-¿Con qué coche, señora?

-¡Ya pedí un taxi!

Una vez en él, quiso saber:

-¿Por qué no trajiste el automóvil?

-¿En serio es mío?

-¡Por supuesto, hijo!

-Es que así… sin aval, con papeles arreglados de inmediato, es para no creerse.

-Mira, todo tiene su explicación. Mi mejor amigo es dueño de una agencia de autos. Él me tiene mucha confianza, ya me ha vendido varios coches, así que fue muy fácil. Yo lo voy a pagar por ti y tú cada mes me lo reembolsas. Yo creo en ti. Tengo fe en que el día de mañana va a ser un personaje dentro de la composición.

-¿A qué se debe que tenga usted esa visión?

-Tengo más mundo que tú, mi niño.

-Y sólo por curiosidad – le pregunté, ¿por qué me invitó a comer hoy lunes en lugar de hacerlo un domingo?

-Para ti y para mí -me dijo- hoy fue domingo. Comimos rico, conversamos sabroso, la pasamos maravillosamente bien. Los domingos están inscritos en el calendario. Los días permanecen en nuestro corazón y podemos darle el nombre que queramos. Buenas noches y que duermas bien.

-Usted también… y ¡gracias por todo!

Nunca suelo escribir de noche sino muy temprano y, muy temprano al día siguiente, sentí unos deseos irrefrenables de hacerlo. Me levanté, me preparé un café y me senté al piano. Y desde ahí, desde ese sitio desconocido en donde nacen las canciones fui diciendo:

«Contigo aprendí que la semana tiene más de siete días…»

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